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30 septiembre 2009

Confesión después del cigarrillo

“Si quieres leer una mente, no la rompas”. Así podrían resumirse las conclusiones del estudio publicado por la neuróloga irlandesa Shane O’Mara en la revista Trends in Cognitive Science y que desbarata científicamente las técnicas de interrogatorio avaladas hasta hace meses por el gobierno de Estados Unidos.

Los sujetos sometidos al estrés extremo de la tortura, como el waterboarding o la privación sensorial, sufren serias alteraciones en el hipocampo e incluso pérdida de tejidos, según el estudio de O’Mara, lo que significa que los interrogadores pueden llegar a borrar la información que buscan en el cerebro del interrogado.

Por si fuera poco, añaden los científicos del Ireland’s Trinity College, el sujeto puede incluso no darse cuenta de que miente, ya que el daño en el lóbulo prefrontal puede crear falsos recuerdos. Si a esto le añadimos el hecho de que una persona sometida a semejante castigo es capaz de confesar cualquier cosa para que le dejen de torturar, el método de interrogatorio utilizado por la administración Bush no solo es repugnante, sino perfectamente inútil.

Los intentos de controlar la mente han sido en general igual de torpes e infructuosos. Los servicios secretos de EEUU se obsesionaron con la idea durante la guerra de Corea, después de comprobar que algunos de sus soldados volvían a casa cargados de “peligrosas” ideas comunistas. De alguna manera, se convencieron, el enemigo había conseguido “lavarles el cerebro”.

Preocupados por quedarse atrás en este campo, los responsables de la CIA pusieron todos sus esfuerzos en encontrar una manera de conseguir manipular la mente de los enemigos y de sus propios ciudadanos. En sus intensas investigaciones, a través de la infame operación MKULTRA, los científicos drogaron y sometieron a todo tipo de pruebas inhumanas a los sujetos que tenían más a mano, especialmente individuos de escasos recursos, pero también a sus colaboradores.

A finales de los años 50, mucho antes de que Bush y Cheney aparecieran en escena, el doctor Ewen Cameron ya estaba practicando la privación sensorial, el electroshock y la administración de LSD en su clínica de Montreal. Durante aquellos años, los hombres de la CIA buscaron en las selvas de todo el mundo la sustancia mágica que hiciera cantar a los espías enemigos, desde hongos alucinógenos hasta el poderoso curare, que utilizaban para paralizar a los sujetos del experimento.

En su libro En busca del candidato de Manchuria, John Marks recoge algunos de los horrores que se llegaron a aplicar para obtener el ansiado “lavado de cerebro”, el “suero de la verdad” y todas las fantasías con que se entretuvieron unas cuantas mentes de Washington. Y explica también cómo los informes más serios descartaron que chinos o soviéticos estuvieran aplicando algo distinto de la típica brutalidad del interrogatorio.

Los soviéticos, según los testimonios, sometían al preso a vejaciones y aislamiento durante semanas hasta que el interrogador aparecía para terminar de desarmarle. Los chinos, en cambio, modificaban la personalidad de la víctima a través de la fuerza del grupo: le introducían en una celda y le exigían estudiar a Mao y a Marx. Como el progreso de uno dependía del esfuerzo de todos, era el propio grupo el que machacaba a cada individuo para evitar los castigos.

Entre otras lecciones sobre la condición humana, los agentes de la CIA aprendieron técnicas más sofisticadas para obtener la verdad. Además de algunos episodios disparatados, como las sesiones de marihuana para sonsacar a capos de la Mafia, Marks describe cómo la CIA llegó a montar en San Francisco y Nueva York un auténtico sistema de apartamentos-prostíbulo llenos de cámaras, en los que retenían a sus víctimas durante horas sometidos a sesiones de sexo y drogas.

En todos los experimentos practicados al amparo del programa MKULTRA, los agentes y colaboradores se encontraron sistemáticamente con que la mente humana no es tan fácil de reprogramar mediante drogas o métodos brutales como mediante una combinación de sensaciones que lleve a la víctima a bajar la guardia.

“Aprendimos un montón de cosas acerca del comportamiento de los humanos en la cama…”, asegura una de las fuentes de Marks en el libro, “Fuimos haciendo acopio de una serie de preferencias sexuales que podríamos utilizar en nuestras operaciones, dependiendo de cuáles fueran los gustos de cada uno de nuestros objetivos”.

“Lo bueno para nosotros”, dice otro miembro de la CIA, “venía tras el coito, tras fumar el cigarrillo”. Bastaba con que las prostitutas entrenadas por los agentes aguantaran en el lugar después del sexo y se mostraran receptivas a sus palabras. ”Se siente reconfortado en su ego”, explican, “si ella le dice, por ejemplo, que lo encuentra muy atractivo y que quiere seguir con él unas horas más a cambio de nada… Ante eso, casi todos los tíos son vulnerables…”

Una combinación de drogas, placer y ego que terminaban dando lugar, sin necesidad de torturas ni largos períodos de aislamiento, a la “confesión después del cigarrillo”. El momento en que las pobres víctimas abrían las puertas de su mente bajo la influencia de un arma más poderosa que las drogas: la vanidad del ser humano.

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