Corretea por algunas carpetas de previsiones del Ministerio del Interior el proyecto de reforma, otra vez, de las matrículas de los vehículos a motor.
Quieren los responsables de Tráfico que los coches lleven alguna identificación regional o comunitaria que dé gusto a los partidos nacionalistas que ansían diferenciarse de los demás.
Los símbolos sentimentales podrán alcanzar el chapado blanco de los coches y motos: bien sea la bandera, bien las siglas, bien alguno de los elementos culturales representativos como Copito de Nieve o los caballos jerezanos, deberán ser incluidos en la maraña indescifrable de letras y números de una matrícula.
Aquel que quiera, eso sí, permanecer con su terruño sin identificar como un pobre paria de la tierra deberá pagar. Es decir, este Gobierno de pesos welter va a colarnos un nuevo impuesto de matriculación de vehículos añadido al ya existente. Robo manifiesto.
La medida, por demás, ha puesto en alerta a los empresarios del mercado del vehículo de ocasión, que habían visto crecer su volumen de negocio gracias al hecho de que nadie rechazara las matrículas provinciales fuera de esa provincia, como ocurría antes del cambio de placas.
Pero ni siquiera el ridículo de permitir que la sentimentalidad ocupe los espacios meramente administrativos frena la voluntad de la directiva de Interior: el rizo se riza cuando se sabe que el proyecto contempla la posibilidad de que el particular pueda optar por el símbolo regional que más le plazca, no por aquel al que administrativamente pertenezca.
Si un señor, por ejemplo, de Valencia, se siente muy unido al Principado de Asturias por aquello de que su madre era de Avilés, podrá matricular su automóvil con la bandera asturiana por muy valenciano que sea el coche o el domicilio al que esté adscrito.
¿Ventaja de ese protocolo?: podrá saberse cuántos catalanes se sienten paralelamente andaluces, cuántos madrileños no quieren disimular su pasado murciano o cuántos vascos acostumbrados a viajar en coche al exterior de su Comunidad prefieren ocultar su pertenencia al paraíso de Nekanes y Lehendakaris.
¿Inconvenientes?: que se pretenda obligar a pagar un puñado de euros a aquellos que prefieran el anonimato en lugar de hacer pagar a quienes quieran identificarse -que son los menos, en contra de los satisfechos con el sistema actual, que son los más-.
Podría la autoridad aprovechar este viaje hacia el absurdo más absoluto para incluir la reforma total, que sería la de copiar el sistema norteamericano de matriculación, el cual permite que en el lugar de la chapa delantera se coloque lo que buenamente se quiera, una foto de la novia o la bandera de la sociedad coral -la matrícula útil para identificar a un infractor es la trasera- mientras que la otra, si paga convenientemente, puede personalizarla, es decir, poner el nombre de uno mismo en lugar del cifrado correspondiente.
Eso en España tendría su gracia, ya que la cantidad de excéntricos que pululan por aquí es de órdago, pero es que, además, permitiría que los más enraizados con sus parcelas vitales colocaran como identificativo de su coche lo que tiempo atrás colocaban en los cristales traseros de sus automóviles.
En lugar de una placa con la bandera de su Comunidad podrían reproducir la medalla de su hermandad peregrina o el lema de «mi orgullo es ser marismeño y rociero».
Los nacionalistas más rabiosos no les quiero ni decir lo que podrían llegar a inscribir. Yo mismo cambiaría mi matrícula por una síntesis de los escudos del Barça y del Betis. Y no me importaría pagar una pasta, no.
Si el Gobierno, apretado por sus socios minoritarios, no tiene más remedio que hacer el ridículo con esta reforma absurda y perfectamente estúpida, que se atreva a dar el paso y ya, del todo, permita el cachondeo. Nos reiríamos aún más